martes, 22 de diciembre de 2015

Diario amargo de un desencanto

Cada película tiene su ritmo. Pueden ser rápidas y furiosas. O sosegadas. Andar a los tumbos o fluir como el buen bailarín de salsa sobre una pista. Ojo, hay películas maravillosas narradas a toda velocidad y bodrios insufribles que se mueven como tortugas, no vayan a creer, como algunos en los últimos años, que lento es sinónimo de bueno. Los grandes directores serán entonces los que saben encontrar el ritmo justo para narrar su historia. Si ven “La tierra y la sombra” (y ojalá la vean desde el próximo jueves, para que dure bastante en cartelera), ganadora en el Festival de Cine de Cannes de este año, de la Cámara de Oro, el premio que se le otorga a la mejor ópera prima (es decir, a una primera película de alguien) presentada en la competencia, entenderán cuando les digan que César Acevedo sabe de ritmo.

Su película avanza con el movimiento calmo del que desanda los pasos. Eso es lo que está haciendo Alfonso volviendo a la que fue su casa, después de muchos años lejos. Lo ha llamado su nuera, porque su hijo está muy enfermo y alguien tiene que cuidar la pequeña finca, la única que no se han tragado los cañaduzales inmensos que ahora los rodean. Él deberá cuidar de la casita, limpiarla cuando las cenizas de las quemas caigan sobre ellos como lluvia apocalíptica, atender a su hijo que está en cama y a su nieto cuando llegue de la escuela, mientras Esperanza, la nuera, y Alicia, la mujer a la que Alfonso también abandonó al partir, trabajan como corteras para intentar ganarse el sustento.
La mirada de Acevedo como director y guionista, es honda y serena. Sabe guiar a Mateo Guzmán, su excelente director de fotografía, para que acompañe por la espalda a Alfonso cuando sale al portón, en un plano hermoso por su simetría. Sabe moverse al compás de su personaje principal, mientras se va de la cantina donde suena una canción dolorosa y luego quedarse quieto en el dintel, mientras lo vemos alejarse cantando aquel bambuco y sentimos, flotando en el aire, el remordimiento que le pesa en la espalda. Sabe escoger palabras poderosas para sus personajes cuando las necesita y callar en los momentos que el guión lo requiere, como aquel en que, igual que lo hacía con las matas llenas de ceniza, Alfonso lava unos pies que ama con un cariño como de santo. Sabe incluso coquetear con lo onírico, cuando un caballo fantasmal, tal vez el alma de alguien, se aleja de la casa, donde no podía más con el encierro.
“La tierra y la sombra” nos debe poner felices pues ha conseguido el premio más importante en la historia del cine colombiano hablando con acento local (reconocemos esos paisajes y esos cantos de pájaros como si hubiéramos vivido ahí) pero contando un relato universal de desarraigo con el ritmo que más le convenía, dándole la oportunidad a talentos desconocidos como Marleyda Soto (cuya actuación es un deleite) y Haimer Leal (de gestos poderosos encarnando a Alfonso), y procurando que cada plano sea bello y memorable, en esta historia de amor escrita con llanto.

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